Vicente no quiere volver a San Sebastián. Y con razón: a los 76 años ha descubierto la liberación vital, el sexo como motor de la vida, el orgullo de poder decir quién es y qué es lo que quiere, las aplicaciones de ligue, el cruising, las discotecas. Nunca es tarde para ser tú mismo, al fin y al cabo. Por eso, tras sus años de refriegue, lascivia y libertad, volver al gris de su vida rutinaria, donde incluso el divorcio está denostado como algo excesivamente moderno, le parece una muerte en vida, una prisión para él mismo y su cuerpo, un lugar donde tendrá que recuperar una parte de él mismo que se niega a perder. 

Yo soy muchas cosas

De Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi, núcleo principal de los Moriartis, siempre hay que fiarse. Incluso cuando no dan del todo de lleno en su propuesta (como pasó con la decepcionante ‘Marco’), siempre tienen algo que contar con una finura y una sutileza exquisitas y un amor impredecible por la narrativa audiovisual. Y ‘Maspalomas’ es, quizá, la mejor de sus obras, solo por detrás de la infalible ‘Loreak’: una película que rompe con todos los estereotipos, va mucho más allá de cualquier simpleza y eclosiona en un abanico de liberación personal en tiempos de colores apagados, tristeza y falta de empatía.

Goenaga y Arregui se alejan de cualquier convencionalismo posible ya desde sus primeros minutos: ‘Maspalomas’ es un coming of age queer en la vejez, un tema al que vuelven tras explorarlo hace 15 años en la fantástica ’80 egunean’. Todo ha cambiado desde entonces, pero al mismo tiempo nada lo ha hecho: los directores siguen mostrando el País Vasco como una especie de cárcel sentimental, un lugar en el que el silencio es obligado, todo lo que se salga de la norma debe ser mantenido bajo llave y el cariño sentimental se considera una flaqueza. 

Vicente pasa de la diversión sin fin al encierro constante de una residencia, entre nuevos amigos que probablemente le despreciarían si supiesen su verdad, cuidadores que en otra vida habrán sido sus amantes y una hija para la que supone una carga y ni siquiera se molesta en disimularlo. Más de quince años después de salir del armario, el protagonista de ‘Maspalomas’ se ve obligado a volver a pasar por ese proceso de autoconocimiento otra vez, a abrir una losa aún más grande, a temer encontrarse con la incomprensión y las miradas sibilinas del «qué dirán». Quizá, después de todo, no salga a cuenta ser uno mismo.

Spoiler: no sale ni una paloma

Goenaga y Arregui ruedan con la sabiduría que les ha dado los años, utilizando a su favor el espacio limitado con el que cuentan: habitaciones sombrías con muy poca luz con la que iluminar los deseos más reprimidos, jardines tan amplios como claustrofóbicos, salones donde la decadencia de la vejez es la protagonista. Es más: para ahondar en esta absoluta tristeza y en este viaje repleto de incertidumbre, ‘Maspalomas’ se desarrolla en plena eclosión del coronavirus. Como espectador, eres consciente de que la cerrazón mental y física en la residencia está a punto de agrandarse y hacerse insoportable, y no hay (casi) nada que puedan hacer para evitarlo.

La película vive por y para las pequeñas contradicciones en la cabeza de su protagonista, un hombre que destrozó a una familia al salir del armario y que debe vivir con la culpa de las ruinas que dejó su despreocupación. A lo largo de todo el metraje, Vicente vuelve a nacer, pero para ello debe empezar negándose tanto a sí mismo como a sus impulsos, pasando por pequeñas aseveraciones, modificaciones de conducta e instantes de ingenua (y un poco perversa) felicidad hasta abrazar su verdadero ser. Aprende a volver a querer, a aceptar, a excitarse: es uno de los personajes más complejos y bien armados del cine español de los últimos años, y es de agradecer que los directores nunca caigan en simplezas para retratarle.

La evolución de su protagonista se percibe siempre sutil, libre, orgánica y bella, repleta de pequeños retales que componen el tejido de su existencia. La escapada a un cine liberador, la discoteca gay con luces de baile pero completamente vacía, el baño en una playa solitaria, las redentoras conversaciones de Grindr (su única válvula de escape y al mismo tiempo una mentira con patas cortas), los breves encuentros con su perra, las durísimas conversaciones con su hija, la amistad imposible con su compañero de habitación, la foto del pasado que sirve como inspiración lúbrica, la culpable paja a escondidas. José Ramón Soroiz, además, es capaz de otorgar a su personaje una realidad única y fascinante, sumando enteros a un ya de por sí fascinante guion.

‘Maspalomas’ es una de las mejores películas españolas de un año especialmente cargado de calidad, y una obra que solidifica la trayectoria casi perfecta de sus directores, siempre capaces de innovar sin caer por ello en un constante artificio. Lo impostado se aleja de su universo de manera constante, y se niegan a plegarse a lo que el público cree que va a encontrarse al entrar en la sala: son observadores de la realidad, capaces de buscar entre los pliegues de la misma para destilar todo aquello de lo que nadie más está hablando. Para embarcarse en la frialdad de una residencia donde todo parece destinado al olvido y el decaimiento. Para salir, una vez más, de una crisálida autoimpuesta por la sociedad. Para ser, de una vez por todas, libres.

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