El alcoholismo sigue siendo uno de los temas más incómodos para Hollywood, un terreno pantanoso en el que no es fácil entrar. Pocas películas se atreven a mostrar su crudeza sin dar lecciones morales o sin incluir redenciones milagrosas. Y entre las excepciones está ‘Tuya para siempre‘ (‘Merrily We Go to Hell’) (1932), una joya previa al Código Hays dirigida por Dorothy Arzner, una de las pocas mujeres cineastas del Hollywood clásico.
Bajo la apariencia de una comedia romántica, Arzner construyó un retrato devastador sobre el alcoholismo, el matrimonio y la codependencia emocional. Y a día de hoy, la película sigue sorprendiendo no solo por su audacia, sino por su modernidad: una historia sobre la autodestrucción que se atreve a ser divertida sin dejar de ser profundamente trágica.
Amor, adicción y autoengaño
En apariencia, ‘Tuya para siempre’ cuenta la historia de Jerry (Fredric March) y Joan (Sylvia Sidney), una pareja destinada a la felicidad. Él es periodista con aspiraciones de dramaturgo y ella una heredera generosa y enamorada. Pero el encanto se desvanece pronto cuando descubrimos que Jerry ya es alguien que padece una adicción al alcohol, incluso antes de casarse. Sus borracheras arruina fiestas, oportunidades y promesas, pero Joan, cegada por la devoción, insiste en seguir a su lado. Lo que empieza como un romance de película se convierte en una lenta espiral de decepciones, donde el amor parece confundirse con la esperanza de que alguien cambie.
A diferencia de otros dramas moralistas de su tiempo, la película no juzga a Jerry con severidad. Lo muestra como un hombre frágil, atrapado en un ciclo de dependencia que ni el éxito ni el amor logran romper. Cuando su carrera como dramaturgo despega, el alcohol se convierte en su único refugio frente a la inseguridad y la culpa. Y Arzner evita sermonearnos. Su cámara observa sin condenar, dejando que el espectador decida si el verdadero enemigo es la botella o el autoengaño.
El personaje de Joan, por su parte, se rebela contra los estereotipos de la esposa abnegada. Lejos de resignarse, propone un matrimonio abierto, un gesto impensable para 1932. Y la película la respalda, porque Joan no es castigada por buscar independencia, sino comprendida. Sylvia Sidney dota al personaje de una mezcla de dulzura, rabia y lucidez que lo hace adelantado a su tiempo. Su deseo de liberarse de un amor destructivo -y de encontrar refugio en otro hombre, nada menos que Cary Grant- convierte su historia en un acto de resistencia emocional.


El toque de Dorothy Arzner es decisivo. Su dirección convierte lo que podría haber sido una farsa romántica en una radiografía amarga del matrimonio y la adicción. Como en otras películas de su filmografía, Arzner cuestiona las normas que limitan a las mujeres y sugiere que el amor, en el cine y en la vida, suele construirse sobre desigualdades invisibles. Aunque el guion culmina en una reconciliación, el tono deja claro que el «final feliz» es solo una pausa antes del próximo colapso.
El desenlace es tan dulce como inquietante. Jerry promete cambiar y Joan lo acepta, pero la película deja una sombra de duda. Nada indica que él haya superado su problema, solo que ha aprendido a disimularlo. Arzner no ofrece consuelo, solo una verdad incómoda sobre el amor y la dependencia.
Vista desde la distancia, ‘Tuya para siempre’ es más contemporánea que muchas películas modernas sobre la adicción. Es una historia que desarma clichés, empatiza con sus personajes sin idealizarlos y muestra que, incluso en los años treinta, una mujer detrás de la cámara podía filmar la oscuridad con una claridad que Hollywood tardaría décadas en recuperar.
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